Anarquía nuestra de cada día

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La anarquía se ha convertido en el pan nuestro de cada día. Anarquía en sus dos acepciones: como ausencia de poder público y en términos de desconcierto, incoherencias y barullo, como bien apunta el DRAE. Aquí los poderes públicos están al servicio del régimen. Esta semana que pasó tuvimos dos claros ejemplos de cómo los poderes públicos están subyugados por el Ejecutivo: Maduro se jactó de haberle «ordenado» al CNE que incluyera las cuotas de paridad de género en las candidaturas para la Asamblea Nacional (aun cuando todos sabemos que la maniobra no obedece a que le importe la paridad, sino para descalabrar a la oposición) y además dijo que Venezuela no aceptaría observación internacional en clara intromisión -nuevamente- en el poder electoral.

La anarquía está presente en nuestras vidas todos los días y en todos los ámbitos, no solo el político. Aquella mañana salí temprano. Salir en Caracas es una odisea: sortear a los motorizados es ya una proeza. Se había ido la luz -para variar- y causó un caos en una esquina. Todos querían pasar primero, lo que ocasionaba que nadie pasara. Volvió la luz. Cuando me tocaba pasar, un motorizado de esos que ahora vemos a cada rato, con chaqueta grande para disimular el arma y en una gigantesca moto sin placas, se atravesó frente a mi carro y empezó a dirigir el tránsito en sentido contrario, hasta que una camioneta negra, blindada y sin placas, pasó. ¿Por qué tengo que detener mi libre tránsito si quien me está mandando a parar no está uniformado y ni siquiera tiene placas en su moto?… ¿Por qué los escoltas ahora no están identificados?… Me agarró la luz nuevamente. Un grupo de policías en bicicleta se pararon frente a mi carro y cuando cambió la luz ¡se comieron la flecha! Uno se salvó de milagro de ser atropellado por un carro que venía desde atrás comiéndose la fila, pero no lo detuvo. La impunidad campea.

Llegué al lugar donde tenía pautada la reunión. No había máquina que dispensara tickets. El hombre que los repartía estaba sentado en una silla. Ni siquiera me miró cuando me paré al lado, esperando que me entregara la papeleta del estacionamiento. Hablaba animadamente con la cajera. «Señor, por favor». Nada. Seguía conversando. «Señor, por favor, el ticket». Nada. Toqué la corneta, e indignado me regañó «¿por qué tiene que tocar la corneta? ¡yo sé que usted está ahí!». Es decir, que el hombre estaba seguro de que era más importante la cháchara que el trabajo y que yo tenía que esperar a que él terminara de hablar para que me entregara el ticket. El servicio al público es inexistente. Aquí la gente confunde servicio con servilismo. Y así esperan que vengan turistas…

Cuando llegué a la oficina, ninguno de los convocados había llegado. Esperé media hora, tres cuartos de hora… El primero llegó hora y diez minutos después. «Me quedé dormido», dijo. Claro, el tiempo de los otros no importa. Nadie piensa en su prójimo. A la hora y media apareció la otra convocada, aterrada porque la acababan de asaltar llevando los niños al campamento de vacaciones. Los niños venían con ella, con los ojos desorbitados del miedo. Cancelamos la reunión. Me monté en el carro y ¡bingo!… ¡cadena! Lo que me faltaba. Apagué el radio.

Decidí que tenía tiempo de pasar por la farmacia a comprar un remedio para mi hija. «La» farmacia es un decir. Pasé por cuatro farmacias antes de conseguirlo. En una de las farmacias que me acerqué a preguntar si había el remedio para saber si esperaba o no, una alterada señora me gritó que no me coleara. Y no la culpo: la gente está harta de hacer colas y más harta de que lleguen los vivos a colearse. Entonces asumen que todos los que se acercan es para colearse y la mayoría de las veces no se equivocan.

Llegué a mi casa sin ganas de volver a salir. Agotada, triste y desesperanzada. ¿Por qué todo es tan difícil? Y una vez más respiré profundo para que me afectara lo menos posible esta anarquía nuestra de cada día…

@cjaimesb

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